Debería estar cansada de tus manos, de tu pelo, de tus rarezas... pero quiero más.
Estoy segura de que no puedo vivir sin ti, no hay manera.
Hacía años que no hacía una cuenta atrás. Una vez me prometí no volver a hacerlo nunca más, porque al final acababa por no merecer la pena.
He vuelto por momentos a esa no tan lejana adolescencia que viví entre calendarios, meses más y meses menos. La ignorancia del momento y la ingenuidad me hizo creer por aquel entonces que todo era real. Camino de cinco años después, y aunque no me arrepiente de nada, me veo más absurda si cabe. Aquella historia que nació fruto de la casualidad o del destino en un punto cualquiera del camino, que se alargó en silencio con los meses, que tuvo sus encuentros y desencuentros, que sobrevivió durante años a pesar del tiempo y de la distancia. La historia perfecta creía yo. Siempre pensé que él me esperaba allí, en ese octavo (o noveno) de la avenida Madrid, con su moto en el garaje dispuesto a enseñarme Barcelona una y otra vez. Recuerdo el día que se me cayó el mundo encima (uno de muchos) y fue el último de esa larga lista de lloros. Nunca más volví a derramar una lágrima por él.
Se ve que al destino (o casualidad) le debía de hacer gracia cómo hacía frente a estas circunstancias que, un año después de jurarme y perjurarme que no recaería en nada parecido, caí de nuevo. Podría haberlo evitado, pero algo en mi interior tiraba con más fuerza... así que me lancé y casi medio año después, aquí estoy, a 500 kilómetros de sus manos, pero sintiéndole cerca en la distancia.
Y no me imagino que todo fuera de otra manera, lo he convertido en parte de mi vida y no puedo vivir sin él.
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