Odio los domingos. Odio las tardes de domingo. No soporto la sensación de la resaca taladrándome la cabeza.
Que los domingos por la tarde son más tristes...
Tampoco puedo escuchar música, ni leer. Las noches de sábado hacen que me despierte y se me ablande el corazón, a veces tanto que hasta se me deshace. Y siempre, siempre, siempre que es domingo, siento ganas de llorar.
Hoy es domingo. Tal vez sea que cargo un gran peso sobre los hombros, cargo de conciencia, algo de culpabilidad. Peco de ser bastante tonta.
Los círculos viciosos basados en espirales de autodestrucción son mi especialidad de los domingos. Hoy, no va a ser menos. El nudo en el estómago ha vuelto a aparecer y no puedo evitar pensar en él.
Él. Esa perfecta combinación de locura y cordura, tan lleno de vida. Esa sonrisa perfecta, esas manos. Él y sus pantalones de chándal, la lámpara de lava y el cielo estrellado de su habitación.
A dos meses luz de aquella mañana, de aquella tarde en la playa, de aquella noche... y con un terrible dolor de corazón y de cabeza porque, no paran de pelearse.
Odio los domingos y esta extraña sensación de soledad.
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